miércoles, 20 de febrero de 2013

Julius Evola - Orientaciones Para Una Educación Racial


Este pequeño libro tiene por objeto aclarar las ideas claves necesarias para una educación racial mediante nociones simples, claras y bañadas con una sugestiva fuerza, capaz de actuar en las almas más que en el intelecto, a fin de promover una determinada formación de la voluntad y una cierta orientación de las mejores vocaciones y los más altos valores.
La raza no es una mera realidad biológica, la raza vive en la sangre e incluso más allá, a un nivel aún más profundo, allá donde la vida individual comunica con una vía supraindividual, en un ámbito donde actúan ya fuerzas realmente espirituales.
La raza confiere a la existencia una plenitud, una superioridad y una rectitud.
El racismo se define aquí conforme con el espíritu clásico, cuya característica fue la exaltación de todo lo que tiene una forma, un rostro, una indicación por oposición a todo lo que es informe o "bueno para todos" o indiferenciado. El ideal clásico, igualmente "ario", es el del cosmos, es decir de un conjunto de naturalezas y de sustancias bien individualizadas, unidas de modo orgánico y jerárquico a un todo.

Esta vocación clásica pretende reasumir los principios mismos de nuestra antigua sabiduría: Conócete y se tú mismo. Se Fiel a tu propia naturaleza. Tales son las directivas precisas que se derivan para la educación racial.
La importancia de la raza está dada pues en ser el elemento dirigente y formador de una civilización. Es en función de una raza que en un medio y en sus épocas dadas nace una civilización de guerreros más que de comerciantes, de ascetas más que de humanistas, etc.
Una educación racial busca seres de una pieza, en tanto que fuerzas coherentes y unitarias. Detesta y se opone a toda promiscuidad, a todo dualismo destructor y también consecuentemente, a esta ideología romántica que se complace en una interpretación trágica de la espiritualidad. La verdadera superioridad de las razas arias es, por el contrario, olímpica: esta se traduce por el sereno dominio del espíritu sobre el cuerpo y sobre el alma.

Las virtudes cardinales del antiguo tipo romano de raza nórdico-aria son: la audacia consciente, el dominio de sí mismo, el gesto conciso y ordenado, la resolución tranquila y meditada, el sentido del mando audaz. Cultivo de una virtus que no significa "virtud" en el sentido moralizante y estereotipado de la palabra, sino virilidad intrépida y fuerza; la fortitudo y la constancia, es decir, la fuerza del alma; la sapiencia, es decir, la sabia reflexión; la humanitas y la disciplina en tanto que severa formación de sí mismo sabiendo valorar la riqueza interior de cada uno; la gravitas o dignitas, dignidad y serenidad interior que en la aristocracia se subliman en solemnitas, en solemnidad mesurada. La fides, la fidelidad, virtud aria, era igualmente la virtud romana por excelencia. Tan romana como así mismo eran: el gusto por la acción precisa y sin ostentación; el realismo que como ha sido justamente señalado no tiene nada que ver con el materialismo; el ideal de la claridad, el cual, reducido, se debilita en racionalismo. En el hombre ario romano antiguo, la pietas y la religio no tenían gran cosa que ver con las que se conoció en la mayoría de formas ulteriores de religiosidad: era un sentido de respeto y de unión con las fuerzas divinas y, de una manera general, suprasensibles y de las cuales tenían intuición de que formaban parte de su vida individual o colectiva. El tipo ario romano ha desconfiado siempre de todo abandono del alma y del misticismo confuso, de igual modo ignoraba toda servidumbre respecto de la divinidad. Sentía que no era solo en tanto que individuo desgarrado y manchado por el sentido del pecado y la carne como podía rendir a la divinidad un culto digno de ella, sino en tanto que hombre íntegro (el alma en paz, capaz de presentir las direcciones en las cuales una acción consciente y determinadora podía ser la prolongación de la misma voluntad divina).

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