Este pequeño
libro tiene por objeto aclarar las ideas claves necesarias para una
educación racial mediante nociones simples, claras y bañadas con una
sugestiva fuerza, capaz de actuar en las almas más que en el intelecto, a
fin de promover una determinada formación de la voluntad y una cierta
orientación de las mejores vocaciones y los más altos valores.
La raza no es
una mera realidad biológica, la raza vive en la sangre e incluso más
allá, a un nivel aún más profundo, allá donde la vida individual
comunica con una vía supraindividual, en un ámbito donde actúan ya
fuerzas realmente espirituales.
La raza confiere a la existencia una plenitud, una superioridad y una rectitud.
El racismo se
define aquí conforme con el espíritu clásico, cuya característica fue la
exaltación de todo lo que tiene una forma, un rostro, una indicación
por oposición a todo lo que es informe o "bueno para todos" o
indiferenciado. El ideal clásico, igualmente "ario", es el del cosmos,
es decir de un conjunto de naturalezas y de sustancias bien
individualizadas, unidas de modo orgánico y jerárquico a un todo.
Esta vocación
clásica pretende reasumir los principios mismos de nuestra antigua
sabiduría: Conócete y se tú mismo. Se Fiel a tu propia naturaleza. Tales
son las directivas precisas que se derivan para la educación racial.
La importancia
de la raza está dada pues en ser el elemento dirigente y formador de una
civilización. Es en función de una raza que en un medio y en sus épocas
dadas nace una civilización de guerreros más que de comerciantes, de
ascetas más que de humanistas, etc.
Una educación
racial busca seres de una pieza, en tanto que fuerzas coherentes y
unitarias. Detesta y se opone a toda promiscuidad, a todo dualismo
destructor y también consecuentemente, a esta ideología romántica que se
complace en una interpretación trágica de la espiritualidad. La
verdadera superioridad de las razas arias es, por el contrario,
olímpica: esta se traduce por el sereno dominio del espíritu sobre el
cuerpo y sobre el alma.
Las virtudes
cardinales del antiguo tipo romano de raza nórdico-aria son: la audacia
consciente, el dominio de sí mismo, el gesto conciso y ordenado, la
resolución tranquila y meditada, el sentido del mando audaz. Cultivo de
una virtus que no significa "virtud" en el sentido moralizante y
estereotipado de la palabra, sino virilidad intrépida y fuerza; la
fortitudo y la constancia, es decir, la fuerza del alma; la sapiencia,
es decir, la sabia reflexión; la humanitas y la disciplina en tanto que
severa formación de sí mismo sabiendo valorar la riqueza interior de
cada uno; la gravitas o dignitas, dignidad y serenidad interior que en
la aristocracia se subliman en solemnitas, en solemnidad mesurada. La
fides, la fidelidad, virtud aria, era igualmente la virtud romana por
excelencia. Tan romana como así mismo eran: el gusto por la acción
precisa y sin ostentación; el realismo que como ha sido justamente
señalado no tiene nada que ver con el materialismo; el ideal de la
claridad, el cual, reducido, se debilita en racionalismo. En el hombre
ario romano antiguo, la pietas y la religio no tenían gran cosa que ver
con las que se conoció en la mayoría de formas ulteriores de
religiosidad: era un sentido de respeto y de unión con las fuerzas
divinas y, de una manera general, suprasensibles y de las cuales tenían
intuición de que formaban parte de su vida individual o colectiva. El
tipo ario romano ha desconfiado siempre de todo abandono del alma y del
misticismo confuso, de igual modo ignoraba toda servidumbre respecto de
la divinidad. Sentía que no era solo en tanto que individuo desgarrado y
manchado por el sentido del pecado y la carne como podía rendir a la
divinidad un culto digno de ella, sino en tanto que hombre íntegro (el
alma en paz, capaz de presentir las direcciones en las cuales una acción
consciente y determinadora podía ser la prolongación de la misma
voluntad divina).
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